En la era de la información, donde todo parece estar al alcance de un clic, hemos desarrollado una peculiar obsesión: la necesidad de clasificarlo todo. Desde los objetos que nos rodean hasta las personas con las que nos relacionamos, todo debe encajar en una categoría, en una taxonomía. Pero, ¿qué es una taxonomía? Esencialmente, es una forma sistemática de clasificar y organizar cosas o ideas en grupos o categorías basados en características comunes. Suena útil, ¿verdad? Pero, ¿qué pasa cuando llevamos esta clasificación al extremo y comenzamos a aplicarla a nuestras relaciones interpersonales?
Hoy en día, parece que estamos en una constante búsqueda del «detox de amistades«. Nos hemos vuelto expertos en etiquetar a las personas como «vitamina» o «tóxicas«, basándonos en criterios que, a menudo, son superficiales o pasajeros. ¿Recuerdas el método Marie Kondo? Sí, esa técnica que nos animaba a deshacernos de todo lo que no «despierta alegría» en nuestras vidas. Pues bien, resulta que la propia Marie Kondo, tras convertirse en madre, ha admitido que estaba equivocada. ¡Sorpresa! El desorden, al parecer, puede ser algo natural y hasta saludable.
Ahora, imagina aplicar el método Kondo a tus relaciones. ¿Desecharías a tus amigos y familiares que no te «despiertan alegría» en un momento dado? ¿Qué pasa con esas relaciones que, aunque puedan ser complicadas en ocasiones, nos han enseñado valiosas lecciones de vida?
La ironía de todo esto es que, en nuestro afán por simplificar y organizar nuestras vidas, podríamos estar perdiendo la esencia de lo que significa ser humano. Las relaciones no son objetos que se puedan clasificar y desechar con facilidad. Son complejas, desordenadas y, a menudo, impredecibles. Y eso está bien.
Quizás es hora de replantearnos nuestra «adicción taxonómica». En lugar de intentar encajar a las personas en categorías predefinidas, ¿por qué no abrazar la complejidad y la diversidad de las relaciones humanas? En lugar de planificar y clasificar todo, tal vez deberíamos aprender a dejarnos llevar y gestionar sobre la marcha. Después de todo, la verdadera felicidad podría residir en aceptar la imperfección y en valorar las relaciones por lo que son, no por la categoría en la que las colocamos.