Si hay algo que he aprendido después de años en el aula es que hablar claro es un deporte de alto riesgo. Sí, amigos, vivimos en tiempos donde la literalidad es un peligro, donde decir algo de manera directa puede desatar una tormenta moral en cuestión de segundos. Y en el mundo de la docencia, esto se magnifica hasta niveles absurdos.
Hablemos claro —bueno, lo más claro que se pueda—: hay alumnos (y docentes) que se pasan de puristas. Se han colocado la medalla de guardianes de la corrección y actúan como si estuvieran ahí para fiscalizar no solo el contenido del curso, sino cada palabra, cada tono, cada gesto. Son los censores de aula, la policía de la moral pedagógica.
🔹 Ejemplo típico: haces una observación sobre un tema polémico, con toda la neutralidad del mundo, pero resulta que alguien, en algún rincón de su sensibilidad extrema, encuentra la manera de ofenderse. Y no solo se ofende: se indigna, te mira con la ceja arqueada y te señala con ese aire de “acabo de descubrirte y voy a desmontar tu argumentario, infeliz”.
🔹 Otro caso clásico: usas una metáfora graciosa, una expresión coloquial, y de repente alguien pone cara de escándalo. Te has pasado, profe. Esto es inadmisible. La educación debería ser aséptica, pulcra, impoluta, desinfectada de cualquier atisbo de humanidad.
Bienvenidos al aula de la sobreinterpretación
En este ecosistema hostil, la única solución es hablar entre líneas. Dominar el arte de la insinuación sin decirlo del todo. Jugar con la ironía, con dobles sentidos, con eufemismos estratégicos. Porque claro, no puedes decir ciertas cosas de frente, pero si las rodeas con un poco de humor, con un toque de diplomacia, las mentes afiladas lo captarán y los censores quedarán desarmados.
Pero vamos a lo preocupante: ¿qué clase de enseñanza estamos promoviendo si tenemos que medir cada palabra como si estuviéramos desactivando una bomba? ¿Dónde queda el debate crítico? ¿Dónde queda la fricción necesaria para que el aprendizaje tenga sustancia? Parece que en vez de enseñar, estamos redactando comunicados de prensa para no molestar a nadie.
Y aquí está el punto clave: NO somos villanos. No somos malvados seres con una agenda oculta de corrupción ideológica. Solo queremos dar clase sin sentir que pisamos un campo minado. Queremos hacer preguntas incómodas, abrir el diálogo, provocar la reflexión… sin que nos crucifiquen en el proceso.
Conclusión: ¿Hablamos o nos callamos?
La docencia debería ser un espacio donde se pueda hablar con naturalidad, con humor, con pasión. No un tribunal donde cualquier desliz verbal se convierte en un crimen de lesa humanidad. Yo, personalmente, seguiré jugando con los límites, con los dobles sentidos, con la ironía fina. Porque si dejamos que los puristas nos amordacen, enseñaremos con miedo. Y la educación con miedo es la peor de todas.
Y vosotros, ¿también os sentís en un aula donde cada palabra puede ser malinterpretada? Contadme vuestras batallitas.